miércoles, 24 de junio de 2015

Isabel Allende



UN MUNDO APARTE de Gustaw Herling-Grudziński


«Rusia ha visto muchas cosas en mil años de historia. La única cosa que Rusia no ha visto en mil años es la libertad». Vasili Grossman.
La elección del título por Herling-Grudziński es en sí misma una circunstancia significativa. Un mundo aparte. Esta frase proviene de la caracterización preliminar que Dostoievski hace, a partir de su experiencia como recluso, del presidio siberiano de Omsk en sus Memorias de la casa muerta. «Aquí había un mundo aparte, que no tenía semejanza con nada; aquí había leyes especiales, con su indumentaria, su moral y sus costumbres propias, y una Casa Muerta en vida, una vida como en ningún otro lugar, y gente especial. Este rincón es el que me propongo describir». Apenas iniciada la narración, así es como presenta Dostoievski el asunto de su celebrado libro, de inspiración autobiográfica y emblemático de toda una subcultura: la literatura carcelaria, devenida una especie de tradición rusa desde que el cismático y perseguido eclesiástico Avvakum publicara en el siglo XVII su Vida del arcipreste Avvakum. El polaco Gustaw Herling-Grudziński, caído prisionero del NKVD en 1940 y confinado como tantos de sus compatriotas en el Gulag, cuando la alianza germano-soviética, pudo leer el libro de Dostoievski durante su reclusión, revelándosele lo poco que había cambiado el trasfondo plurisecular de la historia rusa simbolizado por el sistema penitenciario; un trasfondo que Vasili Grossman sintetizó en la contundente sentencia de su libro Todo fluye -«La única cosa que Rusia no ha visto en mil años es la libertad»-, y que el estalinismo extremó hasta el delirio. Para Herling-Grudziński fue una ocasión tan decidora como terrible leer la sobrecogedora descripción dostoievskiana del infierno carcelario mientras padecía, él mismo, las penas del infierno, el infierno helado de la región de Arkhangelsk (Rusia septentrional). Decidido a plasmar por escrito su experiencia como superviviente del sistema concentracionario soviético, el polaco tuvo en Memorias de la casa muerta una suprema fuente de inspiración literaria. 

Gustaw Herling-Grudziński (1919-2000) estudiaba Literatura en la Universidad de Varsovia cuando sobrevino la debacle polaca de 1939. Enrolado en la resistencia, fue capturado en 1940 por el NKVD, sufriendo a continuación cerca de dos años de confinamiento en gélidos campos de concentración. Tras su liberación, en 1942, se incorporó al ejército polaco del general Wladyslaw Anders, el que acabó combatiendo a los alemanes en la península itálica. Hizo de Italia su patria adoptiva, dedicándose a la escritura y al periodismo cultural. Contrajo matrimonio con una hija de Benedetto Croce, Lidia. Su obra más conocida es justamente Un mundo aparte, su crudo testimonio sobre el Gulag, publicado por primera vez en Londres (1951). A pesar de contar con el aval entusiasta de Albert Camus, Herling-Grudziński no halló editor para su libro en Francia: salvo excepciones, la intelectualidad francesa se cerraba en banda al pasado reciente de la URSS y a las señales de lo que ocurría tras el telón de acero. Recién en 1985 hubo una primera edición francesa, con prólogo de Jorge Semprún; con el terreno generosamente abonado por obras de denuncia como las de Alexander Solzhenitzyn, Józef Czapski, Evgenia Ginzburg y Varlam Shalámov, el testimonio de nuestro autor podía al fin contar con un público receptivo en la sociedad francesa, aunque fuese con tardanza. Un mundo aparte fue además publicado en Polonia y Rusia en 1990.

Según relata Herling-Grudziński, fue una reclusa de nombre Natalia Lvovna quien puso en sus manos un ejemplar añoso y raído del libro de Dostoievski, cuyas páginas capturaron enseguida su atención. Leído como en estado febril, robándole incluso horas al sueño, Memorias de la casa muerta le produjo una impresión que el polaco resume en las siguientes palabras: «Lo que Dostoievski tenía de estremecedor no era tanto su capacidad para describir el sufrimiento inhumano como si formara parte natural del destino humano, sino aquello que también había conmocionado a Natalia Lvovna: que entre ese destino esbozado por él y el nuestro no había existido nunca la más pequeña interrupción». ¿Es que habían dejado de regir las leyes del tiempo? ¿Estaba condenada Rusia a la inmutabilidad? El derrocamiento del zarismo no había encaminado al gigantesco país a un régimen de libertad y justicia, antes al contrario, Rusia se había convertido en una prisión ciclópea gobernada por un Estado policial; la revolución no había supuesto más que el salto del absolutismo monárquico al totalitarismo. Así pues, parecía no haber solución de continuidad en la historia rusa, como si su sino eterno fuera la opresión -y la de los pueblos vecinos sometidos a la férula del Estado ruso (cualquiera fuera su emblema: el águila bicéfala o la hoz y el martillo). Sobre el país pendía la amenaza intemporal del más cruel régimen penitenciario, con su sistemática y masiva degradación de la dignidad humana; un régimen que el estalinismo había llevado al paroxismo de la arbitrariedad y el encarnizamiento: el Gulag constituía para muchas de sus víctimas la condena a una muerte lenta y atroz.

También gravita el primer tema, el del “sufrimiento inhumano como parte del destino humano”. Precisamente, degradación del hombre y supervivencia son dos motivos constantes en el libro. Ya Dostoievski lo planteaba en su obra de referencia: «Denostado, degradado… ¡el hombre sobrevive! El hombre es un ser que se acostumbra a todo; ésa es, pienso, su mejor definición» (Memorias de la casa muerta, Cap. I). Dadas las anómalas circunstancias de los campos de concentración, la lucha por la supervivencia no era cosa baladí, suponía hacerse a condiciones de un rigor inimaginable y en la mayoría de los casos conllevaba el más profundo de los quebrantamientos morales. No parecía sino que todo hubiera sido concebido para inhibir los mejores impulsos del ser humano, suprimiendo incluso la solidaridad entre los reclusos. El hambre, el frío y el más extenuante trabajo forzado eran los azotes cotidianos, la sustancia misma de la rutina en el campo. La medida de la experiencia y de la capacidad de hacer llevadera la vida concentracionaria residía en el olvido de la vida normal, fuera del campo, un olvido que era una genuina técnica de supervivencia. No hay que engañarse: el acostumbramiento perfecto a la vida en el campo resultaba imposible, hubiese equivalido a un olvido total de sí mismo (de lo que se sentía, de lo que se pensaba y de lo que se era “allá fuera”). Sin embargo, asegura el autor, «se podía encontrar en los campos a hombres que, después de pasar varios años tras las alambradas, habían aprendido a atar corto sus recuerdos mejor incluso que sus reflejos primarios. Este acto instintivo de autodefensa se convertía a veces en una férrea autodisciplina que separaba el pasado del presente con una barrera infranqueable». En esta tesitura, la representación de la vida en el sistema concentracionario por Herling-Grudziński nos remite a aquella otra, cima en su género y a la que precedió en una década: Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitzyn. Recordémoslo: al final de esta novela, el protagonista duerme satisfecho tras un día casi feliz, y eso que la jornada apenas había diferido de las demás; pero sí, había comido unas pocas gachás de más, había conseguido una pizca de tabaco y no lo habían enviado al calabozo.

No obstante la crudeza de su tema, Un mundo aparte es una obra que depara una lectura como las de la buena literatura, tan excelsa es su prosa y tan elevada su condición moral. Invaluable en su significación histórica, es un libro que hay que leer.

– Gustaw Herling-Grudziński, Un mundo aparte. Libros del Asteroide, Barcelona, 2012. 360 pp.

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